Lo que resulta dañino del rechazo (por ejemplo paterno) en nuestra cultura no se encuentra en el rechazo en sí (aunque, claro está, esto no le hace ningún bien al niño), sino en las creencias que aprenden y generan en relación con este rechazo.
Estas creencias, habituales en los cuentos de hadas y en otros relatos infantiles de nuestra cultura, guardan las nociones de que:
1) los padres deben mostrar amor y aprobación, y que, cuando no lo hacen, se comportan de forma horrible;
2) si le rechazan, debe sentirse indigno, que no vale nada;
3) si piensa que no vale nada, tiene que seguir fracasando en tareas importantes;
4) si fracasa, ha cometido un crimen terrible, que demuestra una vez más que no vale nada; y
5) si por miedo a fracasar evita determinadas tareas y nunca aprende a hacerlas bien, se demostrará que nunca tuvo capacidad alguna y que, una vez más, no vale nada.

Albert Ellis en su libro Una nueva guía para una vida racional, se refiere a la oportunidad que tuvo de observar a niños árabes de zonas rurales de Palestina y Egipto, donde no se tienen demasiadas consideraciones en cuanto a su bienestar y donde suelen sufrir los efectos de los cambios de humor de los adultos. Allí no se tienen en cuenta sus deseos ni sus necesidades, y se les ve más como un fastidio que otra cosa. Pasan por multitud de brutalidades de manos de sus padres, y también de las que les proporcionan sus muchos hermanos, y tíos y tías no mucho mayores que ellos, pero aún así no muestran ningún tipo de neurosis por falta de cariño.
Lo anterior no significa que los niños pequeños no necesiten amor y aprobación, y que puedan ser felices y no neuróticos sin ello. Casi todos los niños nacen con un potente deseo de cariño, de forma que cuando se les priva de mimos, caricias y otros tipos de cuidados, tienden a sentirse tristes, solos y, con frecuencia, deprimidos.
Los niños pequeños a los que no se les estimula suficientemente muestran carencias en su desarrollo neurológico, y normalmente terminan mostrando cierta ineficacia e inadecuación en importantes aspectos, de forma que, para que funcionen correctamente y sean emocionalmente «normales», precisan de un considerable grado de atención, apoyo y amor.
Si se les desatiende gravemente, se les critica con dureza, se les limita demasiado o se abusa físicamente de ellos, suelen desarrollar trastornos emocionales y una visión inadecuada y poco valiosa de sí mismos. Aunque esto no siempre es así (ya que algunos de ellos son inusualmente resistentes desde el mismo instante en que nacen), suele ser lo más habitual.
Y es que prácticamente la totalidad de las personas, cuando se les priva de las necesidades más importantes, se sienten tristes y frustradas de un modo natural y saludable, y en ocasiones con mucha intensidad.
Lo anterior es positivo porque entonces subsanan sus privaciones cambiando la mala situación en la que se encuentran o pidiendo a otros, especialmente si son jóvenes, que les ayuden a cambiar la misma. Sin embargo, la práctica totalidad de las personas, y los niños en particular, van más allá de sus sentimientos de tristeza y de frustración cuando les ocurren cosas «realmente» malas. Insisten en que estas cosas son tan malas que no deberían, no tendrían que existir en absoluto, y llegan erróneamente a la conclusión de que las situaciones malas siempre existirán y nunca mejorarán.
Así, pueden hacer «constructivo» el sentirse apesadumbrados y tomar la decisión de mejorar, aunque muy a menudo también hacen algo «destructivo» como deprimirse, desesperanzarse, lloriquear, rendirse y poner las cosas peor.
Los niños, debido a su incapacidad para enfrentarse a grandes y persistentes adversidades, y debido a que sus capacidades resolutivas son limitadas, son propensos a pensar (sus sistemas de creencias) en términos de deberías absolutistas, de siempres y nuncas, transformando sus resultados emocionales de unos saludables sentimientos de pena y pesar, en unos malsanos sentimientos de depresión y desesperanza.
Una vez hecho esto, los mismos sentimientos de depresión les pueden llevar a comportamientos aún más ineficaces, con los cuales se terminan deprimiendo más.
Para empeorar las cosas, el habitual proceso de habituación suele afianzarse, de modo que los niños deprimidos se sienten «cómodos» en su desdichado estado y se sienten «incómodos» ante los trastornos que supone cambiar de estado. Siguen creyendo: «¡Tengo que hacerlo bien! ¡No debería estar deprimido! ¡No puedo soportar estas fatales circunstancias! ¡Mi vida siempre será desdichada y de poco valor!».
Se las suelen ingeniar para creer que «no pueden» mejorar, de manera que se rinden y se convierten por sí mismos en «casos imposibles».
Más allá de los dos años más o menos, no sólo disponen de un lenguaje que les ayuda a pensar, sino que también piensan acerca del pensamiento —y, más adelante aún, piensan en pensar acerca de sus pensamientos (metapensamiento), de forma que le dan la vuelta al «tienes que portarte bien, o de lo contrario serás un niño malo» de los padres, para añadir sus propias exigencias y hundirse aún más con un, «Dado que es sumamente deseable que yo me porte bien y complazca los demás, ¡tengo que hacerlo necesariamente! Y dado que no lo estoy haciendo tan bien como debería, no sólo es que eso es malo, sino que, además, ¡me convierte en un niño malo!».
Imagen: Myriams-Fotos.
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